DIEGO MANRIQUE a El País, del 08/12/2008
Encuentro en la revista The New Yorker un sorprendente reportaje sobre Prince. Antes de la elección de Obama, posibilidad respecto a la cuál no manifiesta mayor entusiasmo, invitó a la periodista Claire Hoffman a recorrer su mansión de Berverly Hills. Muchas curiosidades, como el dato de que Prince usa música new age para ambientar su salón.
Prince explica que se instaló en California para entender la mentalidad de las gentes de la industria musical. Lo extraordinario es la actual visión moral del antiguo profeta del hedonismo sexual.
Hace siete años, confiesa, se convirtió en miembro activo de los Testigos de Jehová, tras largas discusiones con el veterano bajista Larry Graham. Prince asegura incluso que cumple la obligación del proselitismo y que periódicamente va casa por casa llevando "la palabra divina". Me gustaría verle llamando a ciertas direcciones de Los Ángeles, para informar a sus ocupantes del error de la homosexualidad. Se lo explica así a la Hoffman: "Dios vino a la tierra y vio que la gente estaba metiéndola por cualquier lado y haciéndolo con cualquiera. Y lo limpió todo. Dijo basta".
Me indigno... brevemente. Conozco esa sensación de haber mordido algo repugnante. Recuerdo un librito, editado en Madras por el pintor Francesco Clemente, con fragmentos de los parlamentos que Bob Dylan soltaba en sus conciertos de 1979 y 1980, durante su etapa de cristiano fundamentalista. Mensajes apocalípticos, que anunciaban una próxima guerra en Oriente Próximo contra los ejércitos de Gog y Magog (Irán y Rusia), con cristianos y judíos unidos en la victoria.
Y más casos. El pasmo de ver a Joe Tex, uno de los soulmen más efervescentes, vestido con el uniforme de miembro de Fruit of Islam, tan parecido al de un jefe de estación salido de una opereta. Es decir, el simpático Joe Tex convertido en uno de esos implacables Musulmanes Negros que denominan "diablos" a los blancos.
Me molesta sentir decepción, frustración, furia ante esos ejemplos de venenosa militancia religiosa. No somos inmunes a la mitificación de las estrellas del rock, un proceso que comenzó con los primeros números de Rolling Stone. La revista de San Francisco tenía mucho espacio por llenar e instauró el formato de las entrevistas en profundidad: páginas y páginas de declaraciones. La novedad residía en que podían hablar sobre lo humano y sobre lo divino. Su campo de especialización no se limitaba a lo musical: pontificaban sobre la sociedad, los nuevos usos amorosos, sus aventuras con las drogas y sus concepciones religiosas. Se había abierto el llamado "supermercado espiritual" y las estrellas picaban aquí y allá, compartiendo sus descubrimientos con el pueblo llano.
Imperaba el brillo del misticismo oriental pero aparecieron igualmente los Jesus freaks, que reinventaban al nazareno como hippie perfecto. También se colaron numerólogos, astrólogos, lectores de cartas y todo tipo de resolvedores de incertidumbres.
Cuarenta años después, me ratifico en lo que intuía: que el mejor músico puede ser el mayor lerdo en asuntos políticos o religiosos. Que su sensibilidad creativa no les evita espejismos. Que sus experiencias cotidianas les incapacitan para valorar la realidad. Que me quedo con aquella advertencia del Dylan irreverente: "No sigas a líderes, mejor vigila el parquímetro".
dilluns, 8 de desembre del 2008
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