divendres, 27 de juny del 2008

"ESTE VERANO, BAJO EL CIELO"

Soltó una carcajada alocada, mientras esquivaba los otros coches con destreza, como si estuviera en un videojuego.
―¿Qué es lo que he hecho? ―pregunté yo, contagiada por su locura, soltando una bocanada de humo de mi cigarrillo.
Los dos teníamos lágrimas en los ojos. Lágrimas de alegría. Calientes y saladas como piel adolescente bañada por el mar.
*
Cinco minutos antes, yo estaba sirviendo hamburguesas a los guiris. Con mi uniforme corporativo, mi gorrita y mi delantal con lamparones. Y ese encargado grasiento que no dejaba de meterme prisa y mirarme el culo con sus ojos de pescado.
Mi cómplice en esta fuga se había detenido (tatuando la filigrana de los enormes neumáticos de su descapotable de los años 50 en el asfalto) delante del restaurante de comida rápida en el que yo trabajaba por una miseria. «And I said: no, no, no!», decía Amy Winehouse, rotunda, por los altavoces. Sin apagar la música ni el motor, y sin ni siquiera abrir la puerta, mi chico pegó un salto, cruzó la calle con cinco zancadas y entró en el local. Tenía el descaro y el aplomo de un delincuente juvenil de celuloide. Y a mi me bastó con eso y su sonrisa provocativa. Salté por encima del mostrador, apoyándome en una mano. Y salimos juntos por la puerta, mientras el refresco que había tumbado con mi acrobacia goteaba del mostrador al suelo, sobre una ración de patatas fritas esparcida sobre el embaldosado.
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Una gorra de rejilla; un delantal manchado; una camiseta de cuello abotonado, con una M bordada; fueron quedando atrás, lanzadas por la borda y abandonadas en la cuneta.
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Estaba descalza en el coche rojo de mi chico, repanchigada en el asiento, con los pies en el salpicadero y la cabeza recostada, sintiendo la brisa y la velocidad. Y era como en nuestros sueños más excitantes. Surcábamos una carretera interminable y recta como la perpendicular del horizonte.
―¡Dame fuego! ―grité, sonriente y pletórica, por encima de la música. Me pasó su cigarrillo para que me encendiera el mío.
Había arrojado mis deportivas en el asiento de atrás y llevaba sólo los pantalones azules y la parte de arriba del bikini. El piercing de mi ombligo brillaba. Por encima de nuestras cabezas, se extendía un cielo de un azul intenso, moteado aquí y allá de nubes luminosas. Teníamos 19 y 21 y rodábamos a 130 hacia lo desconocido. Hacia el sur. Hacia las playas y el verano.